Tres cartas de Spencer (ficción)
San Francisco Javier (Formentera)
5 de junio de 1966
Apreciado Bartholomew:
Supongo que mi salida de Londres te ha cogido tan de sorpresa como a mí mismo. Sin embargo, la huida fue lo mejor de cuanto se me ocurrió tras la prematura muerte de Frank. La absurda desaparición de nuestro amigo, en un momento en que todo le marchaba tan bien, hizo que me decidiera a partir con un ambiente que desde tiempo atrás encontraba caduco, manido.
Cansado de las manías de Wendy -ya sabes que, cuando no se está verdaderamente enamorado de una mujer y se convive con ella, uno se siente atado- tanto como de esa vana frivolidad en la que habían caído nuestras vidas en los últimos tiempos. Cansado, en fin, de imitar el trabajo de David Bailey, he decidido poner tierra de por medio entre esa belle époque, que está viviendo el viejo Londres desde que fue conquistado por la juventud, y yo.
Me trajo a España fue una foto, Raquel Meller tiene la mirada triste, fechada en 1915. No sé si tú, amigo Bart, aún la recuerdas. Es la imagen de una famosa cantante sentada en un sillón, cubriendo sus piernas con una colcha y sujetándose la cabeza con la mano izquierda. Su poderío visual no va a la zaga del de ese retrato de Bailey a Lennon y McCartney.
El autor de esta obra maestra de la fotografía española, como era de esperar, resultó ser uno de los más prestigiosos fotógrafos del país: Alfonso Sánchez García. Recién llegado a Madrid, me presenté en el estudio de su hijo, Alfonso Sánchez Portela y éste, muy halagado, accedió a mostrarme el original.
De nuevo en la calle, a la búsqueda de vistas, se acercó a mí una muchacha adorable que vendía décimos de lotería. Había reparado en mis cámaras y me pidió que la retratara. Parecía sacada de un cuento de Washington Irving. Su pelo, liso y negro, le llegaba hasta la cintura. Entre su melena asomaban dos hombros esbeltos y un rostro tan bello y genuinamente autóctono como el de Raquel Meller. Pero sin tristeza, la pesadumbre de la otra, en Isabel -que dijo llamarse la lotera- era todo misterio.
No hizo falta que me repitiera su petición. Me puse a fotografiarla en plena calle ante el asombro de los viandantes pues en España, todo lo que no sea caminar discretamente, hace que la gente se vuelva para mirarte.
Concluida la improvisada sesión, Isabel se dispuso a enseñarme la ciudad. Al hacerlo me preguntaba fascinada sobre ese Londres que yo quería olvidar, cosa que nunca he de hacer con su encanto al entonar las versiones españolas de las canciones de Sandie Shaw.
Esa noche la dormimos en mi hotel. A ella le dio mucha vergüenza que el recepcionista la viera subir conmigo. Tenía el convencimiento de que iba a tomarla por una "cualquiera". No estaría bien que te contara lo que descubrí cuando se quitó el vestido y me extendió los brazos sonriendo.
La mañana siguiente, tan luminosa como todas las que suceden a los deseos cumplidos, mientras desayunábamos, Isabel me refirió una historia que -según dijo- le había contado a ella su padre. Está localizada en Formentera, una isla al sur de Mallorca de donde era natural el progenitor de mi gentil española. Trata sobre "otro fotógrafo extranjero" que visitó la isla en 1933 y una mujer que no envejece.
Sabes bien, amigo Bart, que me hice fotógrafo porque a menudo pienso que el pasado sobrevive en algún sitio. El convencimiento de que las horas pretéritas continúan en algún lugar fue lo que me impulsó a un oficio que te permite la ilusión de detener en una estampa el tiempo. Así las cosas, cuando mi dulce lotera volvió a sus décimos, yo ya había dado un nuevo sentido a mi vida: la búsqueda de esa mujer imperecedera.
El camino a seguir comenzó en Mallorca, hacía donde salí en el primer vuelo. De allí cogí otro para Ibiza y de ésta, un pequeño barco, La joven Dolores, a Formentera.
Formentera es un lugar tan apartado que aún no ha llegado el esnobismo. La bohemia, sí. De hecho ya lleva algunos años. Nada más instalarme me puse a hacer averiguaciones acerca del fotógrafo extranjero que visitó la isla en el 33. Fueron inútiles. Sin embargo, mientras cenaba esa misma noche en la fonda donde me hospedo, un hombre ya entrado en años, que dijo llamarse Melgar y ser capataz en las salinas, me ratificó la historia de Isabel y me remitió a una agrupación fotográfica de Ibiza.
Un abrazo. Ridley T. Spencer.
***
San Francisco Javier (Formentera)
8 de julio de 1966
Apreciado Bartholomew:
En verano, la población de Ibiza se triplica con los turistas, casi todos ellos viejos beatniks a los que ni siquiera les hace falta la luz eléctrica. Aquí, en San Francisco, es diferente. Apenas se han visto caras nuevas. Y ha sido aquí, en este rincón al sur de Mallorca, donde he venido a comprender que mis mayores problemas han sido siempre la precipitación y la impaciencia. "Lo peor de mi mediocridad es tener constancia de ella", me dije el otro día cuando me vi en la playa, retratando a la manera de Bailey a una holandesa.
A instancias de Melgar, visité la Asociación Fotográfica de Ibiza. Me recibió un tipo circunspecto, perdidamente enamorado de su Contax, que responde al nombre de Zacarías Pulido. Viendo que intentaba derivar nuestra conversación en un cambio de impresiones sobre reveladores, insistí en el verdadero motivo de mi visita. Pulido me dijo entonces que el fotógrafo alemán, que visitó Ibiza y ocasionalmente Formentera en los años 30 fue el dadaísta Raoul Hausmann. Llegó a la isla en 1933 huyendo del antisemitismo desatado por los nazis en su país natal. Aquí, amen de fotografiar cuanto se le antojó, tan prendado por la magia del país como Washington Irving, escribió la novela Hyle: una visión de España y realizó diferentes estudios antropológicos de Ibiza.
En su primera visita a Formentera, en algún momento de 1933, conoció -siempre según la versión de Pulido- a una hermosa muchacha huérfana que, como la mayor parte de los nativos, trabajaba en las salinas y soñaba con abandonar la isla. Hausmann debió de retratarla varias veces en los años sucesivos y la muchacha, contemplando al deslumbrante artista que el alemán debió de ser en acción durante sus buenos tiempos -algo así como Bailey con sus famosos desprecios a las modelos-, se enamoró de él.
En otro orden de cosas, cuando Zacarías llegó a este punto de su narración, comprendí que, cuando Isabel evocó la historia de esta muchacha, a la que yo he ido a llamar Formentera Lady, quiso darme a entender que se había enamorado de mí como la joven de la leyenda de Hausmann. Romántico pero sin ningún sentido. Yo vine a España, ya sabes, en busca de vistas.
El alemán doblaba la edad a Formentera Lady. Nunca se dejó seducir por su joven y bella admiradora. Para que la muchacha no se sintiese herida con el rechazo, Hausmann prometió llevársela con él cuando se fuera. Sin embargo, las cosas se complicaron. Al estallar en 1936 la Guerra Civil Española, el fotógrafo tuvo que abandonar el país con tanta premura como Alemania. En su huida recaló en Zurich y en Praga, donde expuso en varias ocasiones sus fotografías de Ibiza y Formentera.
Su enamorada aguardaba su regreso. Pero de Hausmann nunca más supo por estas islas. Cuenta la leyenda que Formentera Lady le esperó con tanto interés que el tiempo, impresionado ante su insistencia, se detuvo en ella.
Sobra que te diga cuál era mi asombro tras escuchar el relato de una historia tan extraordinaria. Quise saber más sobre la muchacha pero fue inútil. Al margen de las meras conjeturas que había conseguido sonsacar al resto de mis interlocutores, Pulido fue el único que me contó una leyenda coherente. Sin embargo, no supo decirme dónde podría encontrar a la muchacha ya que, si la conseja es cierta, cabe suponer que aún viva.
Por más que Zacarías me confesase que nunca había visto a la enigmática muchacha, no me desanimé. Escruté con mi lupa las cuatro fotos originales de Hausmann que se conservan en el archivo de la Asociación Fotográfica de Ibiza. En uno de aquellos positivos, fechado en 1936 con el título de La salida de una iglesia, se muestra a un grupo de mujeres con la cabeza cubierta, de espaldas y desde arriba. Hay una entre ellas que llama la atención por ser la única que está vuelta, de cara a Hausmann cuando la retrató.
Ahora bien, al examinar la escena detenidamente con la lupa, descubrí que en su ángulo superior derecho había otra mujer que miraba hacia cámara, por lo tanto hacia mí, que treinta años después había usurpado la perspectiva del fotógrafo. Me pareció muy extraño porque unos minutos antes, cuando vi el original de Hausmann por primera vez, esa mujer estaba de espaldas, como todas. Me resultó tan asombroso que la imagen de una persona pudiera moverse dentro de una fotografía que me obligué a creer que en un principio, en la primera mirada a las mujeres saliendo de la iglesia, no había reparado en esa segunda feligresa que miraba a cámara. Más que de una mujer se trataba de una muchacha, una hermosa morena muy parecida a mi lotera.
Aunque aparentemente no había avanzado mucho en mis investigaciones, la segunda mujer que miraba a cámara siguió dándome que pensar al regresar a mi habitación en Formentera. Entregado a estas cavilaciones acuné los sueños de aquella noche. En mi descanso imaginé a la muchacha, a Formentera Lady, ya con la cara de Isabel, volviéndose a la salida de misa. Pero no para mirar a cámara, para mirarme a mí directamente. Bien es cierto que en mi experiencia onírica representaba el espacio de delimitado por el encuadre fotográfico. Mas en mi subconsciente sabía que aquello era la realidad, que no su estampa en una fotografía. Al cabo pude verla de cerca: era Isabel, mi gentil lotera. Me sorprendió un tatuaje que llevaba en su hombro, que no tenía en nuestra inolvidable noche madrileña. Κρονος, rezaba aquel estigma. Era una palabra con trazas de nombre. El mismo que le dieron a la encarnación del tiempo en la antigüedad clásica.
La mañana siguiente me levanté de la cama reconfortado. La manía persecutoria con Bailey empezaba a remitir y estaba entusiasmado con la idea de volver a encuadrar mi cámara sin pensar en él. Con esas me dirigí a La Sabina.
Apenas había tomado cinco o seis vistas del lugar cuando reparé en que no había ni beatniks ni bohemios. Sólo payeses vestidos de domingo. Al punto, poseído por una fuerza suprema, busqué la iglesia. Como esperaba, no sin cierta inquietud, pude comprobar que las costumbres religiosas de la isla no habían cambiado nada desde 1936. Las mujeres seguían saliendo de misa separadas de los hombres, seguían cubriendo sus hombros con chales y mantillas; otras, con un pañuelo en la cabeza. Estuve a punto de disparar mi cámara sobre ellas. No lo hice para evitar caer en la influencia de Hausmann ya que todo era igual que en esa imagen suya a la que estaba dándole vueltas.
De entre todas las mujeres que abandonaban el templo, sólo hubo una que se volvió para mirarme. Tu sorpresa, si te digo que se trataba de la misma que se volvió hacia mí dentro de la fotografía de Hausmann, no será mayor que la mía cuando lo comprobé. Y esa fue la confirmación de que no eran figuraciones mías eso de que no apareciera vuelta en mi primera mirada a la foto. Me abrí camino hacia ella entre las otras. No supe que decirle cuando nos encontramos. "Tengo entendido que querías verme", dijo ella.
Más que anonadado, tuve que rendirme a la evidencia: el paso del tiempo no había hecho mella en ella.
"¿Quién eres?", me preguntó regodeándose en la impresión que me causaba. Le dije mi nombre y, cuando le pregunté el suyo, contestó que yo ya lo sabía puesto que le había dado uno. Calculé que la mujer de la imagen de Hausmann lo había intuido todo y, como mi verdadero interés radicaba en saber si conoció al fotógrafo, fui directamente al asunto. Se jactó de conocerlo mucho y de estar esperando su regreso. Como comprenderás, no puede evitar conmoverme ante esta moderna Penélope, sosias de mi lotera madrileña, que llevaba esperando treinta años a su Ulises.
Con todo, fue aún más sorprendente lo ocurrido en el acantilado de La Mola, la parte más alta de la isla. La llevé allí para fotografiarla con el Mediterráneo al fondo y, al ir a encuadrarla, el visor de mi Yashica no mostraba ninguna imagen de ella. Quité con perplejidad el ojo para cerciorarme de que la misteriosa muchacha seguía allí. Y allí estaba: delante del precipicio con su inquietante sonrisa.
Quise creer que mi objetivo no captaba su imagen porque ella era sólo una ilusión mía, perteneciente a un tiempo pretérito. Supuse -todo eran suposiciones- que sería mejor ocultarle que mi cámara no la veía y le pedí que me mostrara el hombro coqueta. En efecto, allí estaba tatuada la palabra "Κρονος". Acaso porque desde que la vi ardía en deseos de hacerlo, no se me ocurrió otra cosa que besarla para comprobar si era un ser tangible. Se desvaneció, igual que un espejismo, apenas me abalancé sobre ella.
Regresé a San Francisco desconcertado. Esa misma tarde, cuando Melgar vino a buscarme para dar nuestro paseo por la playa, fue inútil preguntarle nada que no fueran los pintoresquismos autóctonos.
Un fuerte abrazo. Tu amigo:
Ridley T. Spencer.
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San Francisco Javier (Formentera)
14 de julio de 1936
Continúa agarrándote bien al lugar donde te sientes para leerme. Voy a contarte la historia de cómo mi última carta pasa a ser la primera.
Ávido de arrojar algo de luz sobre el asunto, regresé a la Asociación Fotográfica de Ibiza. Cuando Zacarías volvió a enseñarme el original de Hausmann, sugestionado sin duda por todos los hechos que estaban teniendo lugar en torno a tan singular fotografía, comenzó a parecerme que la escena iba cobrando la tercera dimensión. Al ir a dejarla en la mesa observé, ya sin asombro puesto que aquel cúmulo de fenómenos extraños había anulado mi capacidad de sorpresa, que la foto continuaba más allá de sus límites físicos, marcados por los dieciocho por veinticuatro centímetros del papel. La miré de lado para comprobar que, bajo los bordes de la imagen reproducida, continuaba la escena de la que se extrajo la vista. Cogí la lupa y aquello se puso en movimiento, igual que una de esas películas que parten de una imagen congelada.
Permanecí impasible ante aquel fragmento de una realidad aparte surgido en la fotografía. Creí ver que el haz de rayos de luz, que se concentraba en la lupa proyectando un punto luminoso sobre la foto, hacía que las mujeres que salían de la iglesia se apartaran de él. Por instinto, dirigí mi vista al haz y un nuevo hecho insólito consiguió volver a impresionarme: caí literalmente en los rayos luminosos...
Un intenso resplandor me cegaba, mientras que una fuerza superior a mí me atraía hacía un lugar inferior al que me encontraba. Escuchaba un pitido ascendente y ensordecedor. Cuando creía que se me iban a reventar los tímpanos, el ruido cesó y toque fondo en algún sitio.
En las sombras que sucedieron al deslumbramiento atisbe en ellas a las mujeres que acababan de abandonar la iglesia. Detrás de mí estaba el templo. Tenía la agradable sensación de encontrarme en ese instante supremo en el que, tras componer la imagen en el visor, se dispara la cámara. Había remontado treinta años en el tiempo.
Fui a buscar a Formentera Lady como quien va tras una ilusión. No me fue difícil dar con ella, el mismo Hausmann la retrataba junto a una higuera del camino a La Mola. El alemán ya usaba el monóculo que, veintidós años después, le veríamos llevar con tanta elegancia en la exposición dadaísta de Frankfurt-Düsseldorf. Observé que la muchacha descubría sus hombros para él y no mostraban tatuaje alguno.
Más tarde, de nuevo en San Francisco, escuchamos en la radio de una fonda la noticia del asesinato en la madrugada del 13 de julio -esto es ayer- de un diputado llamado José Calvo Sotelo. Hausmann comentó a su enamorada que la situación estaba empeorando. Después le susurró algo muy dulcemente, sin duda esas promesas de regreso llamadas a ser leyenda. Cuando se marchó apresuradamente, yo me acerqué corriendo a Formentera. Estaba convencido de que era invisible. Pero la extraña muchacha se volvió a mí y me sacó la lengua en un gesto de desprecio.
Soy visible, real y estoy en otro tiempo. El prodigio que me ha transportado a 1936 me ha quitado cuanto treinta años después fue mío. Además, debo huir de la inminente confrontación. Eso es lo que hay ahora, que la maravilla de lo sobrenatural se ha desvanecido.
Naturalmente, Zacarías Pulido, el hombre ya mayor que acababa de dejar en la Ibiza venidera, no me conoce. No sé si mi historia le habrá convencido. Pero la fotografía, que acaso pudiera devolverme a mi tiempo, no obra aún en el archivo. Es más, ni siquiera se ha formado aún la leyenda de la muchacha en la que se detuvo el tiempo.
La fonda, donde me hospedé en el porvenir, aún no se ha construido. Lo que quiere decir que también he perdido cuanto traje a Formentera. Gracias al joven Melgar, que aun sin reconocerme ha vuelto a simpatizar conmigo, me he puesto en contacto con el consulado británico en Mallorca. Pero al carecer de identidad, mi país se ha desentendido de mí. En cuando a mi familia, más de lo mismo. Nací en 1940 y mis padres aún no se han conocido.
Y así es Bart como mi última carta pasa a ser la primera. La envío, como verás, a tu dirección de siempre. Sé que tú tampoco has nacido aún y que lo más fácil es que nunca la recibas. Pero sé que tu padre se llama como tú y espero que, cuando llegué a él y comprenda mi misterio, te la guarde para cuando crezcas.
Por ahora héteme aquí. En realidad, la matanza que va a desatarse en breve me preocupa poco. Sabiendo que volveré a nacer dentro de cuatro años, la muerte se antoja como la única salida a este mundo pretérito al que me abocó la misteriosa lotera madrileña.
Hasta siempre, Ridley T. Spencer.
Publicado el 15 de diciembre de 2013 a las 00:15.